Imagen: Manuel Dorantes
Dormir en tierra
Jose Revueltas
1
Pesado, con su lento y reptante
cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se arrastraba lleno
de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de vegetación. Era un
deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa, pulida, en una atmósfera
sin movimiento, que sobre la piel se sentía igual que una sábana gigantesca a
la que terminaran de pasar por encima una plancha caliente.
Las casitas de madera del puerto,
montadas en zancos sobre la orilla del río para quedar a salvo de las crecientes,
parecían temblar, con ligeras y cambiantes distorsiones, vistas a través del
vaho abrumador, quieto, de un aire que no se movía, de un aire que estaba ahí,
empezando, muerto como el agua de un estanque. De las casitas se elevaba
trabajosamente, vertical y despacioso, trazando sobre el agresivo azul del
cielo una apenas ondulada línea blanca de gis, un humo concreto, corporal,
macizo, que no terminaría de salir nunca de las pequeñas chimeneas de lámina
que se veían encima de los techos. Aquellas casas formaban, paralelas al
Coatzacoalcos, la primera fila de un conjunto de callejuelas miserables, en la
proximidad del muelle.
La calle, tendida al borde del
río con sus tabernas, sus burdeles, sus barracas para comer, tenía una quietud
extraña, un ruido, una delirante inmovilidad ruidosa, con aquella música de la
sinfonola, en absoluto una música no humana, que no cesaba jamás, como si la
ejecutaran por sí solos los instrumentos que se hubieran vuelto locos. Eso
hacía que las propias gentes —también los perros y los cerdos, irreales hasta
casi no existir— parecieran más bien cosas que gentes, materia inanimada
desprovista totalmente de pensamiento, en medio del calor absurdo que lo
impregnaba todo.
Nadie abrigaba el menor
propósito, ni lo abrigaría en éste mundo, de que la música se dejase de oír un
solo instante, pero lo que era más extraordinario todavía, que dejara de ser la
misma canción inexorablemente repetida y, sin embargo, ya tan soberana y
autónoma como una ley de la naturaleza.
La tortuguita se fue a pasear...
Los obreros sin trabajo,
despedidos de la refinería de petróleo unos meses antes, escuchaban como
muertos, sentados a la sombra de las casas, casi sin hablar, hartos los unos de
los otros, con una indiferencia pesada y triste de esclavos. Parecían tener una
cierta convicción sorda, instintiva, de que ya no podrían abandonar esta calle,
este refugio desamparado, igual que si estuvieran sujetos por un cepo, unidos
por la indolente esperanza de un barco que descargar o cualquier otra ocupación
improbable, inconcreta, que pudiese serles remunerativa, pero de la que les
resultaba imposible precisar nada.
Allá en sus hogares, entretanto,
sus mujeres acumularían lentamente hacia ellos ese rencor herido, resignado, de
darles algo de comer, en cualquier forma —“rajándose el alma”—, a su horrible,
a su vil regreso cada día, puntuales como si salieran de la fábrica. Esa calle.
Esa calle.
La tortuguita se fue a pasear...
La calle de los sin trabajo y de
las prostitutas baratas, sin zapatos, de las prostitutas que no tenían zapatos......
Fuente: http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/cuento-contemporaneo/13-cuento-contemporaneo-cat/17-003-jose-revueltas?showall=&start=2
YO LAMENTÉ MUCHO QUE EL PRESIDENTE CALDERÓN MANDARA PPONER CEMENTO EN LAS CHOSAS. DORMIR EN TIERRA DESCANSA Y REPONE LAS FUERZAS POR SU MAGNETISMO, EL CEMENTO ES TIERRA COCIDA Y FRÍA. CREO QUE NO SABÍA DEL DAÑO O NO PREGUNTÓ O NADIE LE DIJO Y YO NO TENÍA MANERA DE LLEGAR A ÉL.
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